Imagen tomada de www.elseptimoarte.net
Dios creó el mundo en seis días y al séptimo descansó. Me pregunto en cuál de los seis creó la lluvia. Aunque seguro que el séptimo no llovió. Cuando él decidió irse de weekend ya se lo arregló para tener sol y buen tiempo. En cambio nosotros, oh pobres inmundicias del creador, nos pasamos toda la semana rompiéndonos los cuernos bajo la sonrisa de un tiempo maravilloso y, cuando podemos disfrutar de él, se le ocurre al rey de las alturas jodernos con un temporal de cojones. Sí, somos hijos de ese Dios que se supone nos hizo a su imagen y semejanza, pero más bien creo que nos hizo a la semejanza de algún compañero de escuela que le hacía la vida imposible porque no para de desquitarse y putearnos a todas horas.
Personalmente no me gustan los días de lluvia. Creo que ya lo han notado… ¿No? Y no es precisamente por el barrizal que se forma delante de casa y termina por mancharlo todo, tampoco es por esa gotera del comedor con la cual ya me he acostumbrado a vivir, ni tan siquiera porque el perro del vecino ladra a las gotas de agua hasta desquiciarme de los nervios. La verdadera razón de mi aversión es que sólo llueve cuando me he dejado el paraguas en casa.
Seguro que durante la mañana la ventana de la oficina ha mostrado un día dudoso, pero que se resuelve en diluvio justo a la hora de salir.
Regresar a casa protegiéndose bajo los balcones y arrimándose a las fachadas de los edificios es desagradable, pero no es lo peor. Encontrarse a alguien en dirección contraria tan desprotegido como tú es solo relativamente molesto; pero lo realmente lamentable es el más que habitual desaprensivo que, a pesar de ocupar la acera del lado de la calle que no le corresponde y llevar un enorme paraguas, empuja la punta de este hacia adelante y se pega a la pared para ensartarte a lo bárbaro con la sana intención de preparar un pincho moruno con aromas de lluvia.
Sí, señores, cuando llueve descubrimos que nuestros congéneres de la raza humana son unos cabrones y nosotros estamos esperando la oportunidad para desquitarnos. Aceleramos el coche frente a la parada del autobús para salpicar a los que esperan, nos adelantamos para ocupar los portales antes de que llegue el que viene hacia nosotros desprotegido, nos paramos en la acera bloqueando el único paso seco frente a un charco, damos vueltas a nuestro paraguas en una calle concurrida… en pocas palabras, queriendo o sin querer, a la especie humana le gusta putear bajo la lluvia.
¿A usted le gusta la lluvia? Pero estoy convencido de que no va haciendo como Gene Kelly en “Bailando bajo la lluvia” o de lo contrario le colocarían una camisa de fuerza y le pondrían hasta el culo de antipsicóticos. Seguro que le gusta la lluvia en las tardes de domingo y la disfruta paseándose por casa en pijama y mirando a la calle a través de los cristales, es decir, disfrutando de las penurias de aquellos que sí se mojan. Cuantas veces he escuchado aquello de “me gusta ver llover”, pero nunca lo he oído de los labios de alguien que está calado hasta los huesos. En esa situación he escuchado excusas como “me gusta la lluvia, pero no el viento”. Es curioso, porque la única vez que disfruté de este fenómeno húmedo fue bajo un viento brutal, tan brutal como lo era aquel temporal. Estaba no muy lejos del mar y disfrutar de aquellas enormes olas, que se elevaban al cielo como dioses livianos y breves, infló mi espíritu con su belleza hasta el punto de no ser consciente de la humedad sobre mi cuerpo. Aquellos instantes “sthendelianos” los tuve que lamentar durante dos semanas de dolorosa neumonía que casi terminan el libro en este capítulo.
La lluvia en Sevilla es una pura maravilla… Pues eso… en Sevilla.
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