Antes de
empezar leamos este texto encontrado en Internet:
El bien y el mal son conceptos o
nociones relativos al sentido, al valor o a las consecuencias de la actuación
humana, y también son entendidos como lo que afirma —el bien— o lo que niega
—el mal—ciertas exigencias o valoraciones. Así entendidos ambos, el bien es lo
que se ajusta a lo exigido o satisface valoraciones como la verdad, la
justicia, el orden, la armonía, el equilibrio, la paz o la libertad, o todo lo
que favorece el bienestar, ya sea en el ámbito individual o comunitario. El
mal, por su parte, es todo lo contrario a lo anterior. Fernando Savater
—filósofo especializado en ética— afirma que el bien es todo lo que está de
acuerdo con lo que somos y lo que conviene al ser humano, y el mal es lo
contrario: lo que significa la negación de lo que somos y lo que no nos
conviene como seres humanos.
(Introducción a un artículo en la
web de Jorge L. Benítez R)
La
generalización del señor Benítez me parece acertada porque recoge la ambigüedad
suficiente como para abarcar la mayoría de situaciones dónde se clasifican el
bien y el mal, pero la especificación de Savater contiene un error de bulto
indigno de un filósofo que se precie como tal ¿Cómo puede decir que el bien es
lo que conviene al ser humano y el mal la negación de lo que somos? ¿Entonces porque
los conceptos de bien y mal difieren en cada civilización e, incluso, de una
persona a otra? ¿Es que unos son personas y otros no? Y es que las visiones “ombliguistas”,
como todas aquellas que nos conducen a un ideario donde el bien, el mal, la
verdad, la razón, etcétera, pueden ser términos absolutos, ni siquiera son
capaces de explicar la realidad de estos conceptos.
Así que
podemos tener claro que la definición de bien y mal no es absoluta y debe dejarse abierta, pero para que estos
conceptos nos sean de utilidad deben obtener una definición mucho más concreta para
cada momento y lugar. Los términos de bien y mal, pues, se utilizarán para
establecer un marco de normas y reglas de convivencia puntuales.
Esto lo entendí hablando del tema con mi hija cuando llegamos a la conclusión
de que la diferenciación entre el bien y el mal es un mero constructo social y
que, si bien hacer esa diferenciación es algo necesario, no solo para
relacionarnos dentro de esa sociedad, sino también para nuestra supervivencia;
pero su definición siempre depende de unas reglas algo arbitrarias que se
establecen según el momento y el lugar. Por lo que no es de extrañar que un
gran número de individuos se rebelen contra cada una de las definiciones que se
puedan establecer, ya sean solo reglas morales establecidas bajo un concepto
ideológico o religioso, o leyes que, bajo los auspicios de una autoridad,
puedan generar repercusiones legales en forma de castigos.
Para los creyentes, que han abandonado su voluntad
de pensar críticamente en el tema, todo es mucho más fácil porque su credo les
ha establecido unas reglas muy claras basadas en su definición de lo que está
bien o mal. Desgraciadamente los creyentes juzgan a todos en función de esas
reglas no universales. Un problema más para aquellos que continuamente se
adaptan a las necesidades del momento y buscan las definiciones de bueno y malo
más adecuadas para el bienestar de todos. De esa adaptación de las reglas para
buscar al bienestar de todos es lo que yo llamo política. Desgraciadamente se
ha extendido una idea muy diferente de lo que es la política por culpa de la
cual sufren millones de personas. Pero es que ante tanta disparidad de
criterios, tantas influencias ideológicas y religiosas y, sobretodo, ante tantos
intereses económicos, la mayoría de ellos muy egoístas, es muy difícil y
complejo ejercer la política, pero, a pesar de ello, es necesario.