viernes, 31 de agosto de 2007

¡Feliz Navidad!


He tenido mucha suerte en la vida. Fui un auténtico zorro para los negocios. Mi vida era genial y con sólo veintitrés años ya había ganado mi primer millón de dólares y eso que entonces no era fácil. Encadenando éxitos me planté a comienzos de los noventa y me apunté al segundo gran pelotazo inmobiliario, fue una suerte porque en el noventa y tres llegó una pequeña recesión que arruinó a los que no habían sabido dar el salto. Pocos años después llegaron las “punto com”, entré con garra y salté a tiempo, como también lo hice con los “tigres asiáticos”. Mi fortuna en el noventa y ocho rondaba los diez mil millones de pesetas. Pero entre tanto me había casado dos veces y tenía dos hijos de mi primer matrimonio y otro del segundo. Si los negocios parecían sonreírme, el estado de abandono a que sometía a mi pareja estaba a punto de acabar con mi vida personal. Fue entonces cuando la descubrí.
Mi jornada profesional me arrebataba dieciséis horas al día y no me quedaba tiempo para mí, pero gracias a aquel bendito polvo blanco pude salvar mi matrimonio y vivir algunos polvos extra fuera de él que fueron fascinantes.
Pero yo era un idiota y, aunque todos los idiotas tienen suerte, los idiotas siempre quieren más. Ni que decir tiene que la palabra “más”, para este idiota, sólo tenía un significado: “más dinero”. De dieciséis horas pasé a trabajar dieciocho o diecinueve y pronto esnifaba más cocaína que gasolina despilfarraba mi Porsche.
Lo que pudo ser una gran suerte resultó ser una desgracia. En pocos meses mi presupuesto para estupefacientes se disparó, pero ya no causaban aquel brillante efecto del principio, sin embargo, cuando dejaba de tomarlos ni siquiera podía levantarme de la cama. Empecé a fallar en mis compromisos y en mi vida personal que se fue por un absurdo agujero. Aquel divorcio supo a OPA hostil, traicionado por mi abogado perdí todo mi patrimonio. Aquello sólo pude frenarlo con una cura de desintoxicación.
Después de un período razonable en el limbo, regresé a la vida pública. Un nuevo abogado y una nueva vida, me permitieron retomar algunos atributos de mi pasado, pero, un buen día, descubrí que todo aquello me importaba un rábano.
En el año dos mil regresé a mi pueblo para acudir al entierro de mi madre. Allí mis hermanos, fracasados triunfadores, vivían una vida profesional aburrida y trabajosa que combinaban con una gran actividad familiar, yo, en cambio, fui recibido como un verdadero triunfador y, sin embargo, envidié, como nunca, sus “tristes vidas”.
En la tumba de mi madre dejé enterrado el último trozo de mi ayer y me ahogué en una botella de depresión.
Durante tres años, mis entradas y salidas de diferentes clínicas y sanatorios fueron continuas, hasta que fui incapaz de pagar más facturas. Así llegue a este hospital de la vida donde uno reconoce a la perfección la buena suerte que ha tenido.
Sí, yo soy un tipo con suerte, porque cuando todo parecía haber perdido el sentido, conocí a mi colega Gustavo y aquí nos tienes, disfrutando juntos de las migajas que nos deja la vida.
Hoy es Nochebuena y siento algo de añoranza por no poder pasarla con mi familia, con mis hijos, pero tampoco tanto. Después de todo son unos perfectos desconocidos a los que he entregado todos mis sacrificios económicos, pero que ahora que soy un fracasado y ya no les doy ni un céntimo, ni siquiera se acercan a mí. Soy su leproso favorito, ese al que culpan de todos sus fracasos por no haber estado ahí y por haber recortado los flujos económicos que les permitían estar en la cima del mundo.
Hoy es Nochebuena y cenaremos solos Gustavo y yo.
Abrimos la puerta del cajero y cerramos por dentro. Tiramos unos cartones en el suelo y dejamos a un lado nuestros enseres. Yo saco de mi carrito una botella de cava que sustraje a la cesta que sorteaban en un bar. Bebemos a morro, pero con alegría. La noche se presenta larga y fría, pero, a nuestro modo, somos felices porque ambos hemos tenido suerte en la vida.
¡Feliz Navidad!

viernes, 24 de agosto de 2007

¿Se olvidó Dios de nosotros?


¿Se olvidó Dios de nosotros?
Jóvenes y viejos que vagáis por la vida sin desentrañar los sueños de vuestros ancestros. Felices sois y sin maldad, no os preocupa regalar vuestra sonrisa al mundo, aunque al amor que os entrega y, vosotros, devolváis con creces, le duela el alma en vuestros ojos.
Y si las huestes de Cronos se muestran benévolas y sois capaces de llenar la botella de las esperanzas, una joya de orgullo lucirá en la mirada de cuantos os quieren.


Elvira duerme. Sueña que es mayor y su imagen, en el espejo, es la de su hermano. Elvira sueña siempre que tiene un perro y un gato que le enseñan a leer y también le enseñan el camino para volver a casa. Sus padres le sonríen con las últimas sonrisas que recuerda y Nico, su hermano, vuelve a ser el niño que le da la mano para cruzar la calle.
“¡Despierta Elvira!”, es la voz dulce, pero contundente, de su cuñada Natalia que se va a vestir a su sobrina para llevarla a la guardería.
Tras el desayuno vuelve a ir de la mano de Nico camino del “centro de día”. Elvira le sonríe, le da un millón de besos y, aunque tiene la mirada triste, no puede evitar dirigirle una sonrisa y darle un cariñoso beso antes de dejarla.
--¡Hasta luego, hermanita!
Elvira tiene treinta y siete años y síndrome de Down en un grado bastante acusado. Dios se olvidó de ella, pero no se olvidó el amor y, aunque Dios no crea en ella, ella si cree en Dios y cada noche le reza para que le devuelva a su madre. Su hermano, al oírla, llora, porque Dios tampoco creyó en su madre a la que se llevó en un solo mes desde que le detectaron el tumor cerebral.
Su padre también murió, pero Elvira no le reclama a Dios, a él se lo llevaron los hombres y la seguridad social fue la que no creyó en él.
Cuando su madre enfermó, papá fue supermán, lo hizo todo, estuvo en todas partes y el amor que mamá no tenía fuerzas para repartir, él lo sacaba del fondo de su corazón. Pero, cuando mamá murió, se lo comió la depresión. Después de seis meses de baja, y contra la opinión de su psiquiatra, la mutua patronal de su empresa solicitó el alta laboral a inspección de la seguridad social y esta, desoyendo al profesional que verdaderamente le trataba, lo devolvió al trabajo. Fue salir de allí y caer en un estado catatónico. Cruzó toda la ciudad sin conectar su cerebro, sin saber quién era ni dónde se hallaba, hasta que un taxista apresurado no pudo evitar atropellarle.
Elvira no olvida el día que desconectaron la máquina que lo mantenía con vida, ni aquel abrazo desconsolado de Natalia al que, por encima de ambas, se unió Nico.
Dicen los que no saben, que los retrasados no sienten, que son ignorantes de su tragedia, pero Elvira daría lo que fuera por ser tan infeliz como su hermano, porque sabe que eso le haría, a él, un poco más feliz. Daría lo que fuera por que Dios creyera en ella, aunque sólo fuera un poco, pero, sobre todo, daría lo que fuera para que creyera en su hermano y en Natalia ahora que son padres de un nuevo trocito de cielo.


Las olas del mar me miran y me lloran. María, del centro de día, no me ha visto marchar y Nico no me echará en falta tan pronto... ¡Adios Elvira!

jueves, 23 de agosto de 2007

Último Adios


¡Cómo pasa el tiempo!
Por aquel entonces yo era lo que se llama un “chuloplaya”, que para quien no lo sepa, era el que se llevaba a todas las chicas a la cama. Fue tiempo después, cuando aparecieron los imitadores de pacotilla, que el término degeneró para definir a un hortera aprendiz de ligón, “pecholobo” lleno de cadenas y “buga” con radiocasete a toda mecha. Pero yo todavía fui un “chuloplaya” cuando estos eran los “reyes del mambo”.
Para hacer una idea de mi valor comercial diré que tenía un buen empleo en una entidad bancaria: seguridad, buen sueldo y tiempo libre, sobre todo los fines de semana a partir del sábado al mediodía. También hacía deporte, me cuidaba, era guapo, vestía bien y sobre todo, tenía una gran seguridad en mí mismo. Y, casi se me olvida, tenía pelo.
La cuestión es que todos los fines de semana oteaba cuanto se ponía a tiro y siempre me llevaba al huerto alguna de las más bonitas flores del jardín del Eden. Y, salvo excepciones muy puntuales, la flor de mi solapa era nueva cada vez que me ponía el traje.
Qué años aquellos en que la alopecia no me había venido a visitar para ampliar el brillo de mi cabeza.
Me marcharon estupendamente las cosas durante varios años, era casi aburrido. Hasta que ella, mi mujer, Susanna, me pescó. Y no es broma que lo hiciera, me pescó literalmente.
Fue durante unas vacaciones en Ibiza. Estaba haciendo esquí acuático, pasando una y otra vez por delante de un grupo de chicas “tontitas”, mis favoritas para usar y tirar.
Que curioso, hoy pensaría que era un degenerado, pero lo cierto es que yo nunca engañé a nadie. Ellas aceptaban de antemano mis malas condiciones para ir con el guaperas una vez y sabían que allí acababa todo, por mucho que algunas, a posteriori, fueran capaces de negarlo.
Pues a lo que íbamos.
Resulta que, para captar la atención de aquellas damiselas, decidí hacer algunas piruetas, con tan mala suerte que en un giro con cambio de mano, me crucé con la ola de la lancha y salí volando por los aires para caer de jeta en el agua. Quedé aturdido y boca abajo. Casi me ahogo. Pero por fortuna apareció aquel ángel y me pescó con un bichero desde su barca.
Como de bien nacidos es ser agradecido, la invité a cenar, pero una cena de verdad en un buen restaurante. No la típica cena turística que por aquel entonces confundía con los preliminares.
Ella aceptó con una sonrisa.
En un principio me lo planteé como una cena formal, pero resultó ser muy entretenida, ambos teníamos muchos temas de los que hablar y descubrí cuán agradable era conversar con una persona inteligente.
Después de la cena fuimos a pasear por el puerto, no quería que aquella estupenda velada acabara tan pronto. Conforme transcurría el tiempo me sentía más a gusto.
Susanna no tenía el aspecto físico de las chicas con que solía enrollarme. Era atlética, casi musculosa, su cara brillaba con cada sonrisa, pero sus facciones denotaban una enorme personalidad. No era la chica que te hacia girar la cabeza al pasar por la calle, pero era la que, una vez la conocías, conseguía que no fueras capaz de girar la cabeza cuando pasaba otra chica. Dicho vulgar y gastronómicamente, hasta que no conocías a Sussana no sabías cual era la diferencia entre York y Jabugo.
Aquel verano murió el último gran “chuloplaya” y hoy, treinta años después, con el mayor dolor que mi alma pueda jamás llegar a soportar, le digo adiós a la razón que me hizo amar aquel final.
Encierro en mí un millón de recuerdos buenos y malos, pero ni los unos ni los otros cambiaría por nada… Bueno sí, los cambiaría por una sola cosa: por no tener que abandonarte en un húmedo agujero bajo la tierra.
¡Adiós Susanna!

miércoles, 22 de agosto de 2007

Soy rojo ¿Y qué?


No entiendo la razón de que se me relacione con la Coca-cola. Sí que es cierto que hace cien años mi traje era verde, no el verde fosforito de esos de Enema o anatema o como quiera que se llamen los de esa compañía de teléfonos, sino de verde Navidad… mi marca favorita. Al parecer los del refresco de cola me pintaron de rojo y ahora salgo a la calle de tan chillón color, pero eso a nadie le importó durante mucho tiempo. Recuerdan, los que a finales de los setenta ya estaban aquí, que entonces se hablara del origen de mi color. Bueno, entonces el tema era que me habían traído las películas americanas para jubilar a los Reyes Magos. Pero la lógica se impone tarde o temprano y como nadie puede aguantar a los niños tan alterados hasta el final de las fiestas, yo he sido la salvación, soltarles unos pocos regalos en Navidad alivia la tensión y tiene a esos mocosos distraídos el resto de las fiestas.
Sí, soy rojo ¿y qué? Qué importa el color cuando hablamos de ilusiones.
¿Un ser fantástico o imaginario? Díganselo a ese niño de cuatro años que me mira con los ojos como platos y se queda mudo al sentarlo en mi regazo. Y, después de todo, tan imaginarios como yo, son los reyes magos y miren las caras de esos angelitos en la cabalgata de cada año… ¿De verdad, los Reyes Magos, son seres de ficción?
Cuando los padres buscan con mimo y dedicación los juguetes por las tiendas, cuando en mitad de la noche envuelven los regalos y los colocan en el lugar convenido por cada familia, ya sea la noche de Reyes o la de Navidad, cuando la ilusión se desborda a la mañana siguiente abriendo los paquetes… ¿es una ficción? ¿Cómo puede llamar nadie ficción a la ilusión y al cariño?
“La Navidad es consumismo” gritan amargados aquellos que no pudieron o no supieron guardar esa ilusión. Consuma lo que usted quiera que yo me quedo con mi viejo caballo de cartón, le he puesto unas tiritas y envuelto con un lazo rojo y ahora es un antojo para quien aún disfrute de la Navidad. Ni más buenos, ni más malos, tan solo unas horas felices, si lo gasto porque lo gasto y si no lo gasto porque no. Lo que importa es ser felices y romper la monotonía aunque sea porque toca, cada cual a su manera, pero la ilusión es la fuerza suprema.
Durante ochenta años nadie se preguntó por mi color, solo sabían que les hacía ilusión. Quién gana con desenterrar el origen de mi traje. Tienen miedo de que digan que fue Ferrari o, tal vez… Vodafon… la Xiveca, Moet-Chandon o el rojo libro de Mao. Ochenta años ilusionados con el significado de Papa Noel y a nadie le importo mi color ¿racismo contra la imaginación? A la vejez viruelas, ni yo, ni los Reyes Magos, tenemos nada que ver con nada que no esté en nuestras mentes y que por una noche… también está en nuestro corazón.
Y ahora, dejad paso a mi trineo si no queréis estar en la lista de los malos.

martes, 21 de agosto de 2007

La Santa Madre Banca




Hoy la banca es la dueña de tu vida... bueno... y de la mía. Hoy la gente ya no se casa, hace hipotecas que son más contundentes. En los juzgados te casabas hasta que el divorcio os separaba, en la iglesia se alargaba hasta la muerte, pero con las hipotecas a 50 y 100 años llegan las uniones por generaciones, es decir que quedáis unidos hasta que tus tataranietos pagan el último plazo de tu “pisito” de 30 metros.
Tu vida, desde que naces, está marcada por el banquero de turno. Hoy las parejas ya no deciden su vida en una consulta de planificación familiar, lo hacen, si tienen alcurnia suficiente, en el despacho del director de su agencia bancaria. Si la alcurnia es menor ya sirve el subdirector y los de clase baja directamente en ventanilla.
Las bodas de hoy no tienen grandes banquetes, pero no están exentas del boato que daba la iglesia.

Señoras y señores.
Nos hemos reunido en mi oficina para unir a esta pareja en una cómoda hipoteca a setecientos años.
Inmaculada García Prieto, ¿quieres firmar esta hipoteca junto a tu pareja y sobre la línea de puntos?
Jacinto Ubiña Cantalejo, ¿quieres firmar a continuación?
El seguro y las primas también, ¡por favor!
Si alguno de los avalistas aquí presentes tiene algo que objetar, que objete ahora y si no que firme en el recuadro anterior.
Ahora, si las han traído, pueden ponerse, los hipotecarios, las argollas con piedras en el cuello.
...
Por el poder que me confiere la banca española, yo os declaro hipotecario e hipotecaria...


Inmaculada y Jacinto tuvieron suerte y un día les tocó la lotería, pudieron pagar lo que les restaba de hipoteca y el piso fue suyo, pero eran demasiado viejos y debían recluirse en un asilo pues no podían valerse por si mismos. El banco, pensando sólo en ellos, les hizo una hipoteca inversa con la que pagar la manutención de sus últimos días, mientras el piso pasaba nuevamente a poder de la entidad bancaria.

sábado, 4 de agosto de 2007

Maestro suicida


Ser un suicida no es tan fácil como la gente piensa. Ya sé que muchos creen que basta con apretar el gatillo y reventarse la sesera, pero la mayoría de los suicidas también pensamos en el estado en que va a quedar nuestro cadáver. Por eso, suicidarse, es tan difícil… muy, pero que muy difícil, porque las muertes más bellas, esas que dejan un cadáver al que amar, siempre implican la ayuda exterior. Esa y no otra es la razón de que yo siga vivo. Para que miles de suicidas logren un bello final alguien, capaz de entenderlos, debía sacrificarse y permanecer vivo en este horrible mundo.
Al principio lo hacía gratis, pues ya es una gratificación ver la obra maestra de un suicidio perfecto, aunque sea con un poquito de ayuda, y si, además, consigues ver la cara de los familiares, cuando descubren aquel cadáver primoroso y amoroso, es algo que te llena el espíritu suficiente como para vivir unos diez días más. Sin embargo, con el tiempo, aquel hobby se convirtió en algo bastante oneroso. Comprendí que si quería seguir dando este servicio, desgraciadamente al margen de la ley, debía cobrar por ello. Por otra parte, la aportación de ciertos capitales, a su vez, permitía perfeccionar el arte del suicidio. Además tanto la publicidad como el anonimato no pueden convivir juntos sin la ayuda del dinero, la herramienta perfecta para hacer encajar todas las contradicciones del mundo.
El dinero convirtió el arte en oficio y a este en negocio. Un negocio que debía asegurarse con un capital de reserva listo para ser empleado en los mejores abogados en caso de… de rescisión del negocio.
Como es lógico hoy, un suicidio limpio y elegante tiene un precio que garantiza todo lo que el suicida desea y eso sólo por 60.000€.
Y no… no voy a contarles los detalles que yo también tengo que comer. Pero si me necesitan ya saben todo lo necesario, así que no duden en llamarme. La satisfacción está garantizada… por lo menos la mía.

viernes, 3 de agosto de 2007

Matar es un arte


Matar es un arte.
No creo que ninguno de ustedes pudiera hacer lo que yo hago. Tal vez, alguno, con entrenamiento y práctica, podría llegar a ser un buen asesino, pero para ser un artista se ha de llevar en los genes.
Miren que cara tan simpática le ha quedado a la señora Schulz. Es una obra de arte, pero su marido me ayudó mucho. Si hubiera un premio por la belleza de un crimen el señor Schulz tendría que compartirlo conmigo.
Hans Schulz contactó conmigo hace seis meses. Entonces no tenía claras sus intenciones, así que, tras una charla chat por Internet, le envié unos folletos de hoteles en Cancún y otros sobre peligros reales en la península del Yucatán. Hans escogió hotel y una bonita serpiente para sorprender, en su aniversario de bodas, a su esposa: Cleopatra Schulz.
Matar es un arte y hasta aquí el único artista había sido la parte contratante de la primera parte, así que como parte contratada había llegado la hora de trabajar.
El hotel elegido estaba rodeado de agua por todas partes salvo un puente vigilado, día y noche, para que ninguna serpiente lo atravesara. El orgulloso director me dijo que hacía más de siete años que ninguna serpiente venenosa había entrado en el hotel, mientras hablábamos, el mismo retiraba una enorme serpiente de casi dos metros. Dejó la enorme bicha, con mucho cuidado, entre las ramas de un árbol en el exterior del hotel mientras me decía que era muy importante cuidar de la fauna local.
Aquel gran conocimiento de la fauna local por parte del personal del hotel podía ser un problema. Eso me obligaría a acercarme más de lo necesario a la víctima.
Por lo general, un asesino a sueldo no tiene remordimientos porque no conoce a sus víctimas, pero determinados acercamientos pueden obligarte a conocerlas y eso es muy peligroso. Se imaginan a un pintor criando a las cochinillas que a la postre serán su gama de naranjas…
Los Schulz ya estaban en el hotel y yo aún no había completado el plan. Sólo estarías seis días así que el tiempo apremiaba.
Esa noche me fui a dormir con un buen libro sobre enigmas de la historia y, entre sus páginas, hallé a Cleopatra. Según el autor, los áspides eran sagrados y no podían encerrarse en vasos, además su ataque empezaba escupiendo a la víctima y muchas veces no llegaba a morder. Por eso el autor sostenía que a Cleopatra no la mató una serpiente, sino que se rasgó con la punta de su cetro, con cabeza de ese animal, impregnada con algo de veneno del mismo.
Obtener veneno de una serpiente era bastante más fácil y no tendría que vérmelas con el animal. Ahora debía conocer como eran las marcas que dejaban su mordedura, el resto coser y cantar. Pero la cosa aún fue más sencilla cuando en una tienda me vendieron una de aquellas serpientes disecadas con dientes y todo.
El segundo día el señor Schulz dejó pista libre y pude poner la trampa en el baño. Al abrir el grifo de la ducha, la trampa mordió a Cleopatra que profirió un fuerte grito. Sin embargo, a pesar del dolor, no se percato de lo ocurrido y prosiguió con su aseo.
Me habían dicho que el veneno tardaba casi una hora en hacer efecto, pero a los quince minutos tenía un efecto alucinógeno y entonces, durante treinta minutos, era posible usar un suero para salvar a la víctima. De este modo, tenía que evitar que, durante media hora, llamara a recepción para pedir ayuda.
Cuando salió del baño, cubierta con dos toallas, una en el cuerpo y otra en la cabeza, yo estaba sentado en su cama, esperándola, en bañador. El efecto alucinógeno la echó en mis brazos y creo que con muy malas intenciones… bueno malísimas. Por un momento creí haberme equivocado mientras intentaba violarme. Pero, por lo menos, pasaba el tiempo y no llamaba para pedir ayuda.
No había pasado ni quince minutos cuando Cleopatra Schulz quedó inmóvil y con una sonrisa lasciva en la boca, tumbada sobre mí y fuertemente sujeta, con su mano derecha, a mis genitales. Al parecer, la excitación había hecho que el veneno actuara más deprisa de lo esperado. Fue complicado sacarla de encima y doloroso desenganchármela, pero el efecto que ahora tiene en el sillón es fantástico.
Matar es un arte. Es arriesgado, pero ver cadáveres tan llenos de alegría es algo por lo que vale la pena hacer este trabajo.