miércoles, 24 de diciembre de 2008

¡Feliz Navidad!



En su día prometí transcribir este cuento de Navidad. Una historia que demuestra que, incluso en las condiciones más miserables, se puede disfrutar de la Navidad y ser momentáneamente feliz con aquellos a los que quieres. Solo es cuestión de saber dónde y con quién. No en vano se dice que es mejor estar solo que mal acompañado, pero si se puede estar en buena compañía… mejor que mejor. Nuestros protagonistas lo saben muy bien.


¡Feliz Navidad!


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¡Feliz Navidad!


He tenido mucha suerte en la vida. Fui un auténtico zorro para los negocios. Mi vida era genial y con sólo veintitrés años ya había ganado mi primer millón de dólares y eso que entonces no era fácil. Encadenando éxitos me planté a comienzos de los noventa y me apunté al segundo gran pelotazo inmobiliario, fue una suerte porque en el noventa y tres llegó una pequeña recesión que arruinó a los que no habían sabido dar el salto. Pocos años después llegaron las “punto com”, entré con garra y salté a tiempo, como también lo hice con los “tigres asiáticos”. Mi fortuna en el noventa y ocho rondaba los diez mil millones de pesetas. Pero entre tanto me había casado dos veces y tenía dos hijos de mi primer matrimonio y otro del segundo. Si los negocios parecían sonreírme, el estado de abandono a que sometía a mi pareja estaba a punto de acabar con mi vida personal. Fue entonces cuando la descubrí.
Mi jornada profesional me arrebataba dieciséis horas al día y no me quedaba tiempo para mí, pero gracias a aquel bendito polvo blanco pude salvar mi matrimonio y vivir algunos polvos extra fuera de él que fueron fascinantes.
Pero yo era un idiota y, aunque todos los idiotas tienen suerte, los idiotas siempre quieren más. Ni que decir tiene que la palabra “más”, para este idiota, sólo tenía un significado: “más dinero”. De dieciséis horas pasé a trabajar dieciocho o diecinueve y pronto esnifaba más cocaína que gasolina despilfarraba mi Porsche.
Lo que pudo ser una gran suerte resultó ser una desgracia. En pocos meses mi presupuesto para estupefacientes se disparó, pero ya no causaban aquel brillante efecto del principio, sin embargo, cuando dejaba de tomarlos ni siquiera podía levantarme de la cama. Empecé a fallar en mis compromisos y en mi vida personal que se fue por un absurdo agujero. Aquel divorcio supo a OPA hostil, traicionado por mi abogado perdí todo mi patrimonio. Aquello sólo pude frenarlo con una cura de desintoxicación.
Después de un período razonable en el limbo, regresé a la vida pública. Un nuevo abogado y una nueva vida, me permitieron retomar algunos atributos de mi pasado, pero, un buen día, descubrí que todo aquello me importaba un rábano.
En el año dos mil regresé a mi pueblo para acudir al entierro de mi madre. Allí mis hermanos, fracasados triunfadores, vivían una vida profesional aburrida y trabajosa que combinaban con una gran actividad familiar, yo, en cambio, fui recibido como un verdadero triunfador y, sin embargo, envidié, como nunca, sus “tristes vidas”.
En la tumba de mi madre dejé enterrado el último trozo de mi ayer y me ahogué en una botella de depresión.
Durante tres años, mis entradas y salidas de diferentes clínicas y sanatorios fueron continuas, hasta que fui incapaz de pagar más facturas. Así llegue a este hospital de la vida donde uno reconoce a la perfección la buena suerte que ha tenido.
Sí, yo soy un tipo con suerte, porque cuando todo parecía haber perdido el sentido, conocí a mi colega Gustavo y aquí nos tienes, disfrutando juntos de las migajas que nos deja la vida.
Hoy es Nochebuena y siento algo de añoranza por no poder pasarla con mi familia, con mis hijos, pero tampoco tanto. Después de todo son unos perfectos desconocidos a los que he entregado todos mis sacrificios económicos, pero que ahora que soy un fracasado y ya no les doy ni un céntimo, ni siquiera se acercan a mí. Soy su leproso favorito, ese al que culpan de todos sus fracasos por no haber estado ahí y por haber recortado los flujos económicos que les permitían estar en la cima del mundo.
Hoy es Nochebuena y cenaremos solos Gustavo y yo.
Abrimos la puerta del cajero y cerramos por dentro. Tiramos unos cartones en el suelo y dejamos a un lado nuestros enseres. Yo saco de mi carrito una botella de cava que sustraje a la cesta que sorteaban en un bar. Bebemos a morro, pero con alegría. La noche se presenta larga y fría, pero, a nuestro modo, somos felices porque ambos hemos tenido suerte en la vida.
¡Feliz Navidad!


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