jueves, 8 de abril de 2010

El Estado como intermediario entre empresariado y trabajadores.

Para un liberal en su máxima expresión (no es la opinión de todos), la intervención del Estado en el establecimiento de las normativas laborales y los salarios, es un ultraje. Ellos creen que empresarios y representantes de los trabajadores pueden llegar a acuerdos en función de las exigencias del mercado. Por desgracia el trato entre estos dos grupos siempre viene definido por la ley del más fuerte. Nuestro país ha sido ejemplar en estas situaciones. Cuando a finales de los setenta se liberó el derecho de huelga, los sindicatos pusieron en jaque al mundo empresarial, pero con su presión lograron mejorar el nivel adquisitivo real de los trabajadores y, de rebote (no fue su intención), demostrar que muchos sectores económicos estaban totalmente obsoletos. El Estado se encontró con un INI lleno de empresas inviables, como Altos Hornos de Sagunto, otras a las que urgía una renovación, como Iberia y RENFE y otras que se sostenían por su estado de monopolio: Telefónica, CAMPSA, Tabacalera… Para responder a la tarea que a los gobiernos de la época se les planteaba, tuvieron que plantar cara al sector obrero, lo que les descalificaba ante estos. Por si esto no fuera suficiente, la Unión Europea exigía unos esfuerzos adicionales que afectaban más a este sector que al empresarial (la UE, antes Mercado Común, nunca fue muy sensible a las necesidades de los trabajadores). Este conjunto de cosas y la fuerza de los sindicatos en aquellos momentos, aunque estos no fuesen capaces de reconocerlo, desautorizó al gobierno como mediador en las relaciones empresa-obrero. Afortunadamente fueron tiempos económicamente buenos y en nuestro país más. Tiempos en que se pudo poner el listón cada vez más alto hasta llegar a 1992. Los juegos olímpicos, la Expo de Sevilla y el año cultural de Madrid. El momento propició el primer exceso inmobiliario con una sobrecontratación de obreros de la construcción que necesariamente no se podría mantener después del año olímpico. Para la oleada de trabajos llegaron obreros de todas partes pues no existían tantos albañiles y obreros especializados en nuestro país. Polonia e Irlanda fueron dos de los países que más trabajadores aportaron a nuestras obras, pero cuando estas terminaron regresaron, sin problemas, a sus países de origen. Las grandes obras terminaron en 1991 y con ellas los grandes pedidos a otras industrias que estas necesitaban, así que del boom se pasó a la crisis, pero esta aún se pudo contener unos meses mientras el efecto del turismo, suscitado por aquellos eventos, compensaba parte de aquella pérdida. Así fue como la mayoría de españoles se percato de la recesión en 1993.

Durante las vacas gordas habían mejorado las remuneraciones de los sectores relacionados con la construcción (de ahí que muchos obreros del norte de Europa vinieran a ganarse un plus en nuestro país), pero cuando la cosa retornó a cifras normales las infraestructuras de todo el entorno inmobiliario habían crecido más de lo necesario y no podían sostenerse a un ritmo más bajo. Las grandes empresas encontraron salidas a su crisis, pero no las pequeñas. Por su parte los trabajadores fueron los más afectados. Por si esto no fuese suficiente, la bonanza había creado anormalidades económicas que quedaban al descubierto en la crisis. Ante las amenazas de huelgas que perturbaran el proceso de recuperación, el gobierno de Felipe González se inventó una ley de huelga en que los servicios mínimos ya no paralizaran más el país. Poco se imaginaban que acababan de decantar la balanza del lado de las grandes empresas que, a partir de aquel momento aprendieron a imponer servicios mínimos que convertían a la huelga en una herramienta inútil.

Aquella crisis del 93 fue breve porque no fue global y los bajos precios de la construcción en nuestro país respecto a la de otros países europeos hizo que muchos jubilados de esos países adquirieran propiedades en nuestro país salvando el mercado antes de lo esperado.

No todo fue tan positivo como cabria esperar porque a aquella crisis, poco después siguió otra internacional que pilló a España sin levantar aún el vuelo. Además, aquella ley de huelga hizo que los trabajadores españoles empezaran a perder rápidamente ventajas sociales que habían costado más de un siglo de luchas. En aquellas fechas el ministro Solchaga impuso unas medidas de choque que perjudicaron muchísimo a los trabajadores, pero que sacaron a nuestro país de aquella crisis. Una vez levantada la situación todos esperaban que, poco a poco, fueran retornando a aflojarse las apreturas de los que habían subvencionado la recuperación, pero los escándalos de corrupción, las campañas de unos medios de comunicación interesados y la poca educación democrática de nuestro país, entregó, en las elecciones del 1996, el gobierno al partido de la derecha más rancia. Y, para muchos, el cinturón ya no se volvió a aflojar jamás.

Si bien en el momento de las elecciones ya se había superado la crisis, la mayoría de sectores no había retornado a la normalidad y el nuevo gobierno aprovechó para endurecer aún más las medidas de Solchaga, pero generando algunas concesiones a los sindicatos para estabilizar la situación social. Entre tanto, aprovechando la creciente inversión extranjera en bienes raíces (jubilados ingleses, turistas y blanqueadores de dinero en su mayoría), se liberó suelo protegido que empezó a hacer crecer de nuevo la maquinaria del sector inmobiliario.

En los siguientes años los trabajadores no tenían con que luchar, pero el pelotazo inmobiliario generó un espectacular estado de bonanza que permitió a los sindicatos aliarse con el gobierno para evitar la aniquilación total de los últimos beneficios sociales que le quedaban a la clase trabajadora. Los trabajadores, además, se tenían que endeudar para poder llegar a los nuevos precios que alcanzaban sus viviendas, lo que permitía a los poseedores de más de una vivienda jugar a la especulación con ellas y acrecentar la espiral loca de ese sector.

Durante ocho años nadie puso freno a la locura del ladrillo y, aunque era obvio que terminaría por estrellarse, el gobierno fomentó más y más el sector.

Nuevamente en 2004, fenómenos ajenos a la economía, llevaron al cambio de gobierno en unas elecciones. Los nuevos gobernantes eran conscientes del problema creado en ese sector, pero a un tiempo quedaron seducidos por el poderío económico aparente que daba al país. De este modo se vieron pillados entre las tendencias para frenar la escalada inmobiliaria y las estadísticas de crecimiento. Por otro lado, desde finales de los noventa, se había producido una escalada de la inmigración, especialmente para trabajar en el sector inmobiliario. Pero, a diferencia de 1992, estos nuevos inmigrantes no eran mano de obra especializada y venían de países a los que no pretendían volver (por lo menos no inmediatamente). El tan cacareado efecto llamada, como llamaron algunos, llenó el país de mano de obra barata que, en demasiadas ocasiones, algunos empresarios sin escrúpulos contrataban ilegalmente. La falta de mano de obra hubiera podido paralizar el sector del tocho, pero gracias a estos pobres inmigrantes deseosos de una vida mejor, muchos siguieron enriqueciéndose a costa de todos.

Así crecía el parque inmobiliario mucho más allá de lo necesario, con pisos de mal construidos, sin aportar nada bueno a las clases trabajadoras y provocando un fuerte movimiento especulativo. Y de la especulación a la corrupción sólo hay un paso que se dio con excesiva frecuencia.

Es obvio que la situación era insostenible y sólo hacía falta un pequeño empujoncito para derribar el castillo de naipes y este terminó por llegar entre 2008 y 2009 en forma de una crisis financiera mundial provocada por el asesamiento financiero del gabinete Bush que permitió auténticos desbarajustes empresariales e hipotecarios.

Ahora estamos inmersos en esa crisis y, a pesar de la gran bajada que han tenido que experimentar los productos inmobiliarios en nuestro país, estamos muy lejos del reventón de la llamada “burbuja inmobiliaria”. Sin duda, el haber llevado el precio de la vivienda al valor real hubiese perjudicado a especuladores y bancos que aún intentan ir frenando la caída a costa de medidas que siguen perjudicando la economía.

Pero el sector inmobiliario no es el que nos interesa, sino la crisis en sí que ha vulnerabilizado un poco más a la clase obrera y ha facilitado que se le amputen más derechos.

Por ahora el gobierno, en sus medidas anticrisis, no ha cargado totalmente en los trabajadores el esfuerzo de recuperación. Sin embargo los sectores neoliberales aprovechan para pedir el despido libre o sucedáneos como la bajada de las clausulas de despido. Entre tanto, los blindajes contractuales de los grandes ejecutivos no sólo no se tocan, sino que siguen repartiéndose unos beneficios obtenidos de lo que se ahorran con trabajadores y pequeños inversores. En estos momentos, esa clase que un día fue llamada proletariado y hoy es la clase media-baja, está totalmente desprotegida y si el gobierno no lo hace, si se deja en manos de teorías idealistas liberales, sus derechos quedarán reducidos a un estado inferior al de los inicios de la Revolución Industrial.

Tal vez ha llegado el momento de implementar algunas medidas que permitan a los trabajadores luchar por sus derechos en igualdad de condiciones que las empresas. Y si no es posible, el estado deberá seguir siendo mediador en todas las disputas y decantándose preferentemente del lado del más débil.

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