viernes, 2 de noviembre de 2007

Estado de la Nación (II): Two Spanishes



Las dos Españas fueron obra de alguien que no deseaba nada bueno a esta nación. Curiosamente él fue conocido como “El Deseado”... Fernando VII, aunque, claro, él no tuvo que sufrirlas. Ahora bien, menudo papel le dejó a sus herederos, aunque si lo pensamos bien, no fue muy diferente del que le dejo su papi, Carlos IV, sobre todo después de regalarle, como quien dice, el país a Napoleón. De cualquier forma, lo que nos interesa, viene como la puntilla de Fernando. El contradictorio rey las parió, las dos Españas en su ocaso cuando “in extremis” abolió la Ley Sálica. Al parecer, el que fuera el rey que retornó al suelo patrio el anacrónico Antiguo Régimen, más a espada que a capa, se hizo feminista en sus últimos días, llegando a no comprender la razón por la que una mujer no podía ser el brazo fuerte del país.
¿No cuela, verdad? Pues parece que al infante Don Carlos, tan absolutista él como su hermano Fernando, tampoco le coló. Claro que Carlos era el destinado a ser rey de no haberse abolido la citada ley.
De este modo, siendo muy chiquitita, Isabel II se convirtió en reina, pero el “buen gobierno” recaló en su mama, que se convirtió en la regente y, dado que los absolutistas, que también eran conservadores y, por tanto, muy reacios a cambiar nada, se pusieron del lado de su “tito”, mami tuvo que echar mano de los liberales para tirar para adelante con el país. En aquella época, ser liberal no significaba lo mismo que ahora, sin embargo, el significado de ese término no cambiaría hasta un siglo más tarde.
En todo este proceso de creación de las dos Españas hemos perdido de vista lo que es España, un país más nuevo de lo que algunos se creen. Cierto es que antes de la guerra del francés ya existía el término España, pero sólo servía para designar las tierras gobernadas por los Austrias primero y por los Borbones que vivían a este lado de los Pirineos después. De hecho las naciones y los pueblo dentro de la política del Antiguo Régimen, tenían muy poco valor, lo único que importaban eran sus monarcas y sus caprichos. Y era una norma con muy pocas excepciones como la de Cataluña que hasta la época de Carlos III mantuvo una cierta personalidad, aunque sólo representada por sus clases elevadas “nobles” y “burgueses” que realmente velaban más por sus intereses personales que por los de una patria, no obstante, al ser muchos, antes de Felipe II había logrado una cierta imagen de democracia. De este modo, dentro de aquella España se vio englobada media Europa con Portugal, Flandes, Borgoña, Nápoles, Sicilia, Inglaterra, varios condados, ducados y marquesados de Alemania y Austria, el ducado de Milán y, cómo no, aquello otro que más tarde se llamarían colonias y por aquel entonces eran los territorios de ultramar. Así pues, se era español aunque tu lengua fuera tan diferente de otras, un español podía hablar alemán, holandés o flamenco, portugués, italiano, francés, inglés, catalán o incluso los había que hablaban castellano. Ni que decir tiene que aquellos reyes no sabían tantos idiomas y, si bien en la península ibérica se acostumbraba a tener la deferencia de hablar la lengua de la capital del reino para dirigirse a su majestad y, más a regañadientes, a sus hombres fuertes (como en su día lo fue el Conde Duque de Olivares), en otras partes se hablaba lo que se hablaba y, por ello, los monarcas tenían que poner al mando a gobernadores y virreyes capaces de comunicarse con la población nativa. De este modo los grandes imperios se convirtieron en enormes torres de Babel imposibles de sostener mediante reinados absolutistas, sin embargo, en lugar de flexibilizar el poder, algo realmente difícil para las mentalidades de la época, las diferentes guerras modelaron naciones más pequeñas y menos heterogéneas, donde los monarquías podían absolutizarse más e intentar una mayor homogeneización del territorio. En este escenario sistemas tan particulares como el catalán sobraba, fruto de esta tendencia fueron los Decretos de Nueva Planta y, más adelante la prohibición de la lengua. Este proceso no fue exclusivo de Cataluña, en estas reyertas se perdieron joyas culturales como la lengua aragonesa, sin embargo, las culturas más beligerantes y con más personalidad se mantuvieron al calor del hogar para esperar un momento más propicio. Y ese momento pareció llegar a finales del siglo XVII y comienzos del XIX, con el liberalismo inglés, la revolución francesa y... y... bueno, en España sufríamos la etapa más dura del Antiguo Régimen. Castilla ya había absorbido la personalidad de la monarquía borbónica desde Carlos III y creó un tupido velo que nos aisló de ese avance filosófico y político que estaba revolucionando al resto del mundo... incluso los territorios de ultramar vieron la aparición de sus libertadores: San Martín y Bolivar.
Con todo, España seguía sin ser la España de los españoles, hasta entonces se había limitado a ser un ente abstracto que engloba a los habitantes de unos territorios bajo el dominio de un determinado rey. Bastante tenían, los españolitos de a pie con buscarse la vida y sobrevivir el día a día, para preocuparse por tamañas veleidades. Tuvo que llegar Napoleón y sus ansias de reconocimiento mundial, para que los habitantes de cada uno de los rincones de la piel de toro se sintieran, por una vez, algo más que meros sufridores. Incluso los habitantes de Cataluña, que había sido anexionada a Francia (1810), renunciaron a ese honor para llamarse a sí mismos, españoles. Las Cortes de Cádiz y su Constitución, llamada “La Pepa” (19 de Marzo de 1812), amalgamaron y representaron esa voluntad de un pueblo que, por fin, tenía un nombre. Hoy “La Pepa” se nos antoja una antigualla muy poco evolucionada, pero en aquella época era una auténtica revolución. Sólo debemos fijarnos en que los territorios que aún quedaban en ultramar eran considerados en ella al mismo nivel que los de la península. Era una constitución Liberal, por eso Fernando VII, una vez afianzado en el poder tras jurarla, no dudó en traicionarla y retornarnos al absolutismo monárquico.
Así podríamos resumir que Napoleón llegó para conquistar las cincuenta y una Españas que se unieron en una grande y libre para vencerle, luego llegó “El Deseado” para convertirla en una sucia y apretada y al final dejar dos para siempre irreconciliables.
Después de esto entramos, por muchos años, en las guerras carlistas hasta que, ya crecidita, Isabel II toma las riendas del poder como una victoria de los Liberales sobre los Absolutistas. Sin embargo, la integración de unos y otros como carlistas e isabelinos no siempre cuadra, de todas formas pasaron los años, una república, un rey italiano, Alfonso XII... muchos años en que las dos Españas se manifestaron de muchas y diferentes formas (demasiadas) con las que los diferentes gobiernos debieron jugar con suertes dispares. Es bajo el gobierno de Alfonso XIII cuando se demuestra la falta de eficiencia en nuestro país por culpa de este antagonismo irreconciliable, sobre todo cuando el rey se rinde a la dictadura de Primo de Rivera. Este momento de poder brutal del Absolutismo (aunque estaba por venir otro aún peor) se intenta compensar con una media democracia después, pero el pueblo, que acostumbra a estar del lado de la España que antaño representaron los liberales, está hasta las narices y emprende un camino hacia la segunda república. Como es lógico, la España absolutista no aceptará esta derrota y terminará por abocar la nación a una guerra.
En todo este período, además de las dos Españas base, han aparecido una miríada de nuevos y pequeños actores que lejos de desaparecer aumentarán en número y fortaleza en los siguientes años.


La guerra del francés cambió muchas cosas en nuestro país. De una parte el reconocimiento de los ciudadanos con un valor como tales que trajo el humanismo y la ilustración, de otro, y como consecuencia del anterior, el reconocimiento de las nacionalidades. Dicen que cuando Bonaventura Aribau escribió su “Oda a La Patria” en 1833 (el mismo año que murió Fernando VII), no tenía consciencia de las repercusiones que su obra tendría, sin embargo, el hecho de que la lengua catalana hubiese estado perseguida durante varios siglos, hizo que la obra se viera con una enorme euforia y generara un sentimiento nacional catalán, que si había existido con anterioridad había estado muy oculto. Aquel sentimiento de catalanidad no era, sin embargo, contrapuesto al sentimiento de formar parte de esa nueva España surgida de las Cortes de Cádiz.


La llegada de los 100.000 Hijos de San Luís, para cargarse de un plumazo la Constitución de las Cortes de Cádiz y volver al absolutismo tuvo unas repercusiones de ruptura nacional poco estudiadas hasta ahora. El absolutismo hace del rey un pastor que lleva las ovejas (el pueblo) por donde le viene en gana, para ello usa sus perros (funcionarios de alto nivel). El problema está en que esos borregos habían descubierto que eran personas y tenían un valor como tales, por eso Fernando VII se tuvo que emplear muy a fondo para reprimir las diferentes corrientes de pensamiento, pero con menos éxito del esperado. Sin embargo, al no ser legales, carecían de cohesión entre ellas, marchando cada una por su lado. Así aparecen nuevos movimientos de bandoleros en las sierras, o grupos de intelectuales que promocionan de nuevo el catalán en Cataluña, o allá hacia el norte, donde antaño estuvieron las tierras navarras, bajo el nexo de una lengua heterogénea y arcaica que había sobrevivido desde antes de la llegada de los romanos, apareció el nacionalismo vasco, aunque este no eclosionaría hasta finales de siglo.


Por si fuera poco, el siglo XIX supuso una continua sangría de guerras y pérdida de colonias, desde las del continente americano a principios de siglo hasta la de Marruecos a principio del siguiente, pasando por Filipinas y Cuba (1898). De este modo la guerra de Independencia española, frente a Francia y las guerras carlistas, convirtieron a este siglo en uno de los peores para el conjunto del país.


Tal vez, este panorama no de una idea real de las corrientes culturales y nacionalistas hasta la caída de Cuba cuando el pesimismo de la generación de 98 hizo patentes todas estas tendencias. Fue el filósofo madrileño José Ortega y Gasset el que se dedicó a hacer una clasificación de las mismas, cargando contra todas aquellas que suponían nacionalismos diferentes al que él profesaba. Nace así el mito de “el inconsciente colectivo” base de las formas modernas de las “dos Españas”. Aún hoy, apoyándose en las tesis de Julián Marías, se ha seguido ahondando en una serie de teorías que impiden alcanzar la normalidad. Sin embargo, tanto Gasset como Marías, representan al “reaccionarismo moderado”, frente al de la iglesia, los carlistas y nuevos grupos que se han ido añadiendo conforme ha avanzado la historia: fascistas, monárquicos, falangistas, franquistas, neo-liberales, nacionalistas castellanos (españolistas)… que se ha convertido, en los últimos años en la fuerza de rozamiento más poderosa contra la evolución de esta nación, más o menos grande, que se llama España.


Frente a esta fuerza reaccionaria y representada, básicamente, por el PP, todas las demás Españas, principalmente la progresista encarnada por el PSOE e IU. Esta segunda España, no obstante, está mucho más representada en ambientes intelectuales que en el propiamente político, ya que su necesidad de pactar entristece un poco a sus miembros. A pesar de la enorme base intelectual hay una cierta descompensación a nivel de publicaciones porque dado que los reaccionarios cuentan con las fuentes del poder económico, es mucho más sencillo para ellos llegar a los medios de comunicación, pero, para compensar, la calidad de los textos de los progresistas es, por lógica, infinitamente superior, dado que hay una mayor selección.


Pero la segunda España no está sola. Ecologistas, catalanistas (de los que hay hasta cinco categorías, en ocasiones no tan distinguibles), nacionalistas vascos, gallegos, canarios andaluces, colectivos feministas, homosexuales, de apoyo al tercer mundo, de emigrantes… Un montón de tendencias, algunas muy modernas fruto de lo que el mundo, más que el propio país, necesita. En ocasiones, alguno de estos grupos se acerca a la España reaccionaria de forma puntual, dado que no forman parte real de la segunda, de ahí esa desgraciada expresión de “las cincuenta y una Españas” y que hemos usado con anterioridad cambiando su significado como un juego de palabras.


Va siendo hora de entender las razones de cada grupo para poder enterrar la guerra de las “dos Españas”, sin embargo, entre ambas hay muchas tendencias no diferenciadas todo lo que debería y muchos odios enquistados desde hace ya demasiados años. El ejemplo más claro de esto ha sido el proceso de la ley sobre la recuperación de la memoria nacional, pero que también podemos encontrar en los libros de manipulación histórica de Pio Moa, Ricardo de la Cierva y muchos otros cuya calidad como escritores rivaliza con el desconocimiento de los temas sobre los que escriben.


Si dijera que con este texto pretendo acabar con el mal rollo que hay entre unos y otros mentiría. Sin embargo, me veo capaz de mirarlos a todos por encima del hombro, pero con desencanto porque los diferentes intereses ocultos de cada uno de los grupos no sólo impiden el entendimiento sino que además dañan al conjunto de los ciudadanos, generando odios y rencillas entre unos y otros. Esa es la triste realidad de las dos Españas.

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