sábado, 7 de febrero de 2015

Amada Amelia

Bajo el título de Amada Amelia, mi amigo Ácido Lisérgico condensó las historias de muchas chicas que, entre los años 60 y nuestros días, han vivido la tragèdia de la falsa caridad de la Iglesia catòlica y la maternidad adolescente. Es imposible no leer este relato sin sufrir por la tragèdia de Karina y sentir la alegría de Amelia.
Disfrútalo.



Karina plañía su silencio concentrándose en el eco de los gemidos que, de tanto en tanto, no lograba amortiguar. Se sentía sola y, curiosamente, ese hubiese sido su deseo una hora antes: estar sola.
¿Una hora? ¿Verdaderamente había pasado una hora?
Lo cierto era que desde que salió del paritorio, con su enorme reloj de agujas al fondo, ya no había podido tener ninguna referencia temporal válida. Podía haber contado sus gemidos, pero eran demasiado amargos. Podía haber contado sus pulsaciones, pero eran demasiado irregulares. Podía...
No podía volver aún a su casa. Pero, ¿para qué querría volver? Su padre seguiría mirándola con desprecio y su madre seguiría tan muerta como siempre detrás de su máscara de Alzheimer ¡Si al menos la hubiesen dejado morir con dignidad, como ella pidió, antes de desaparecer detrás de su nube de olvido e inexistencia!
No aguantaba más aquella angustia. Intentó, con cierta torpeza, levantarse del camastro. Los puntos le tiraban y dolía horrores, pero no podía estarse quieta. Se acercó a la ventana sólo para comprobar que unos sólidos barrotes le impedirían ir más allá de la idea de volar como las aves. Al otro lado un paisaje vacuo, muy diferente de su alma que estaba llena de remordimientos.
Intentaba subirse a la excesivamente elevada cama, cuando entró una de las monjitas con una taza de algo parecido a caldo.
– ¡Muchacha, se te abrirán los puntos! –Dijo sor Emilia cariñosamente mientras se apresuraba a ayudarle– ¡Ve con cuidado!
Sor cejijunta, como le llamaban en el internado, era la única alma caritativa entre las vigilantes. Su voz no era agradable, tampoco su aspecto, pero sus palabras siempre eran de consuelo. Tal vez, sin ella, muchas de chicas hubieran desaparecido antes de dar a luz. Fue suficiente ayuda para subir al catre sólo porque Karina era tan menuda como ella. Después le acercó el caldo que había dejado en la mesilla.
– Tienes que reponer fuerzas. Ya sé que ahora no tienes hambre, pero el futuro aún te espera –mientras le decía esto le limpiaba las lágrimas con su manga y le ofrecía una de sus melladas, pero cálidas sonrisas–.
Karina, en su dolor silencioso, le contestó con una mirada de agradecimiento. Pero ambas sabían que sus pensamientos estaban en otro sitio, en otra persona. Sus pensamientos eran una niña de dos kilos seiscientos gramos y que ahora mismo estarían recogiendo sus nuevos padres.
– ¿Cuándo podré marcharme? –Logró articular Karina–.
– No tengas prisas. Tu cuerpo tiene que recuperarse y tu alma reconciliarse. El médico te dirá cuando, pero, si quieres saber mi opinión, aún deberías quedarte unos pocos días más. Yo podría arreglarlo. Y después todo sería más fácil para ti.
Por supuesto, Karina no podía ser tan optimista. Antes de acudir al centro católico para jóvenes con problemas ya tenía sus dudas. Cuando comprobó que la docena de jóvenes que había sólo tenían un problema y era el mismo que ella, una especie de sexto sentido le dijo que aquel no era el camino correcto. Pero cuando entre poderosos pulsos de dolor, su cuerpo se vació y le llegó aquel llanto, fue como un martillazo en lo más profundo de su cerebro. Millones de voces se abrían paso entre sus neuronas para gritarle que aquel bebe era suyo y no debía dejarlo marchar. Y el vacío creció y se hizo insoportable cuando el llanto se alejó detrás de una puerta hasta perderse en el eco de algún pasillo. Entre tanto su cuerpo expulsaba la placenta en varios trozos. Cuando el médico comprobó que había salido entera, dio unos puntos al corte que el mismo realizó antes del parto para evitar desgarros y dejó a la comadrona para terminar de asear a la madre.
De repente Karina salió de una extraña nube de locos pensamientos y se vio en aquel catre, de aquella habitación, sola. Y entonces tomó conciencia de todo lo ocurrido unos minutos antes, unos días antes, unos meses antes... una vida antes. Vio la cara de Jam, su pecoso amigo de siempre, dándole el primer beso, el primer abrazo, las primeras caricias.
Jam fue una gota de felicidad en un mundo que se hundía. Una sonrisa cuando su propia madre, aún tan joven, empezaba a no reconocerla. Hasta que un día, al volver del instituto, mamá era sólo una mirada sólida entre los brazos de un padre de ojos líquidos. El cálido abrazo de Jam en el banco del parque era la compensación por la ternura perdida. Era muy duro alimentar a una madre muerta en vida y convivir con una cuidadora, tan profesional como fría, las horas en que su padre aun trabajaba. Tanto que necesitaba más y más compensaciones para su juventud agonizante. Así, con Jam, pasaron de la mano al beso, del beso al abrazo y de este a quedarse solos en un cuarto.
Pero ambos conocían los peligros de los juegos apasionados y Karina tampoco quería perder la virginidad tan joven. Sin embargo, los juegos eran calientes y sus cuerpos alcanzaban a tocarse libres y desnudos, pero sin llegar a la penetración.
Juventud, fuerza, vigor... incluso amor. Así los juegos se hicieron peligrosos y descuidados. Un día, él se fue en las puertas del cielo. Más allá del dosel placentero, pero aún sin romper el vitelo de inocencia. Y sucedió. Durante varias semanas Karina ocultó su sequía con un comportamiento esquivo muy sospechoso y capaz de alimentar las peores dudas. Al final habló con su padre. Este intuyó una tragedia aún peor de la que se cernía y llevó a Karina a un ginecólogo amigo suyo. El diagnóstico alivió al padre sin alegrarlo, pero a Karina se le derrumbó un poco más aquella ruina de techo que tenía su mundo. Techo que terminó de caer cuando Jam, dadas sus excusas de las últimas semanas, creyó que el evento era fruto de otra presencia masculina. Y Karina se vio, por primera vez, completamente sola.
Karina siempre había soñado con el momento en que perdería su virginidad. Las ideas de adolescencia. Los sueños románticos que nunca se cumplen. Pero lo que nunca hubiera imaginado es que sería desvirgada por un aparato de ultrasonidos, en su primera revisión. Al principio el médico se asustó bastante pensando que la sangre era de un daño causado en el interior de la paciente. Así que se rió alegremente al descubrir la razón de aquello... Y Karina perdió la virginidad en un chiste.
Pero había más. Entre el dejarlo estar, el llamar a Jam y el ir de aquí para allá, había perdido la oportunidad de abortar. Cuando quiso planteárselo ya superaba las dieciséis semanas y aún tenía dudas sin resolver.
Con la angustia de casa y un padre que no sabía apoyarle, con Jam escondido detrás de una falsa ofensa y con un niño en su vientre, tomó la primera opción que le pasó por la cabeza. Llenó una pequeña maleta y se presentó en el convento de María Auxiliadora.
– Nosotras no podemos solucionar tu problema –le dijo la madre superiora– pero conozco un lugar donde, tal vez, si puedan ayudarte. Siempre que quieras dar el niño en adopción.
Fue así como llegó al internado para jóvenes con problemas de las hermanitas de la caridad. Allí prestaban un aceptable servicio médico para que, jóvenes adolescentes, dejaran sus problemas en adopción a padres católicos que no podían tener hijos.
Cuando Karina revisaba en su mente todo esto, se daba cuenta de que no había llegado a tomar ninguna decisión por si misma. Todo había ocurrido de una forma tan inercial que no había podido pararse a pensar y decidir qué hacer tomando en cuenta todas las opciones. Incluso cuando tomo la decisión de huir de casa, lo hizo impelida por una oleada de emociones que era incapaz de superar. Pero, sobre todo, cuando pensaba que ya nunca más vería a ese trozo de ella misma que se habían llevado y que nunca recuperaría, deseaba morir. Ojala hubiese abortado cuando aún tenía tiempo y haberse evitado vivir aquellos instantes de desconsuelo.
El tiempo pasaba. Dormía, comía... pero no había vuelto a decir palabra. Incluso había mantenido su silencio cuando, aquella mañana, el doctor le comunicó que podría marcharse después de comer.
Entonces ocurrió lo más inesperado de todo. La madre superiora, Sor Cristina, conocida por las jovenes como sor gallarda, vino a verla. Le dijo muchas de sus tonterías sobre Dios y los hombres, que Karina ni se molestó en escuchar, pero sus oídos despertaron cuando Sor Cristina dijo algo muy diferente:
– ¿Querrías recuperar a tu bebe?
Sí, Karina recuperó a su bebe y su felicidad fue inmensa. Cuando Amelia (así le llamó porque era el nombre de su madre) estuvo en sus brazos, se sintió de nuevo completa. En los casi dos días desde su nacimiento había perdido mucho peso, así que le aconsejaron que intentara darle el pecho e increíblemente se enganchó a la primera. Al parecer los supuestos padres adoptivos la habían repudiado por una enorme mancha de nacimiento que le cubría media cara.
Sor Cristina, que era una perturbada mental, le había dicho que si no se la quedaba tendría que ir a un orfanato, porque era tan fea que nadie la adoptaría. A Karina no le importaba, se marcharía de allí con su hija. También le dijo, cuando finalmente le comunicó que sí se quedaba con el bebe, que no tuviese miedo de que acabara mal por la desestructuración de su familia, que, por lo menos Amelia no sería puta. Quién querría una puta así.
Por un momento pensó en la madre de sor Cristina y lo arrepentida que debía estar por no haberla abortado a tiempo, pero tampoco importaba porque ya se alejaba de aquel oscuro lugar con su niña entre los brazos.
No sabía como sería su regreso al hogar familiar y se sorprendió cuando su padre, con lágrimas en los ojos, la abrazó.
– ¿Donde estabas mi niña?
Incluso Amelia era el bebe más bello del mundo a sus ojos. Los ojos de su madre miraron a la niña y parecieron, por unos instantes, querer volver a la vida y su boca esbozó una tenue sonrisa sin fondo.
Las sorpresas no habían terminado porque unos minutos después llegó Jam. Lo había llamado su padre. Al parecer cuando el aparato del ginecólogo rompió el himen de Karina, este habló con el padre y, a la huida de ella, este lo hizo con Jam que comprendió su enorme error. Todos estaban decididos a hacer un esfuerzo para ver crecer a aquel pequeño trozo de esperanza.
Y unas semanas después, sucedió algo maravilloso, la marca de nacimiento desapareció de la cara de Amelia.

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