viernes, 4 de enero de 2008

Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

La hipocresía, en su esencia pura, parece esconderse tras una, impoluta y bien planchada, sotana negra en la que destaca el blanco níveo del alzacuellos. Se permite izar sus mangas al cielo y pasearse acompañada de los corderos de Dios o los borregos de la Tierra, en un jolgorio manifestante, reivindicando sus injusticias de siempre, las que esclavizan al hombre y cobran sus impuestos en la moneda del César para su moderno líder romano, también con sotana, pero blanca.
La hipocresía clama por una familia sin ofrecer, a cada uno, lo que desea, ni al pobre misericordia y, entre tanto, no lejos de allí, en el barrio de Entrevías, unos curas de verdad, de los que sólo sirven a Dios a través de sanar las necesidades de los hombres, se esfuerzan por sobrevivir, sin tapujos, a las mentiras con que la iglesia oficial les oprime.
Algunos de los más grandes hombres que conocí fueron sacerdotes que me enseñaron a creer en los hombres buenos. Casi lograron que creyera en Dios, pero lo que nunca lograron fue hacerme creer en la iglesia. Y es que, para ser buenos, podían no dudar de su Dios, pero no lograban terminar de creer en su propia iglesia. La iglesia, que les daba los medios con una pequeña fracción de lo que extraía del mundo terrenal y que, en su mayor parte, se llevaba a la onerosa barriga vaticanicia.
A la iglesia nunca le gustó el mundo libre porque, en él, se pierden los arcanos valores de la ceguera y la sumisión que ellos han cambiado por la palabra fe. La institución arrastra a la calle a su ganado más servil para gritar diatribas contra la libertad y reivindicando un único artículo de la constitución española, cuando la institución lleva, desde siempre, violando seis y uno de los puntos de la carta de los derechos humanos promulgada por la Asamblea General de la O.N.U. Pero eso prefieren obviarlo. La única verdad es que la iglesia teme por su dinero, ni el aborto, ni el divorcio, que son temas ya muy viejos, y tampoco las bodas entre homosexuales, que no han cambiado nada dentro de su entorno, amenazan a la iglesia y menos aún a la familia. De hecho, la familia está muy bien, gracias, pero no gracias a ellos. El temor de la iglesia es a una cuenta sin fondos, a unas cuentas claras que muestren el qué y el cómo de lo que hacen con nuestro dinero, a que el vil metal dorado que mostraba su poderío, decaiga en su continuado flujo hacia sus bolsillos y tengan que volver a las verdaderas doctrinas de Cristo.
Así que sale la curia, en legión, a la calle, sin percatarse de hasta qué punto entraron en sus venas las legiones romanas y arrasaron en sus corazones una pequeña aldea de Judea llamada Belén. Y cuando la Navidad lleva buenas intenciones hasta a las almas menos creyentes, ellos arman sus escudos y corazas para envestir a cuanto de rojo se ponga por delante. Saben que sólo un 30% de los creyentes les apoyan, pero hablan de un país donde ya sólo cree el 40%, según la ley de Bayes, menos de siete millones de españoles, eso sí, los más activos legionarios, sus pretorianos con el Opus Dei a la cabeza. Un grupo que estuvo a punto de ser decretado como secta destructiva hasta que el anterior papa, Juan Pablo II, necesitado de su dinero, los puso a su diestra, que no a la de Dios.
Y entre tanto las iglesias se vacían y huelen a rancio, pero el poder unificado en una rencorosa y férrea dictadura, alza sus brazos contra el mundo libre como no quiso hacer cuando el mal gobernaba “por la gracia de Dios”.
Llegó el siglo XXI, pero seguimos, para algunos, en el más oscuro Medievo, donde las más espesas tonterías son dogmas de fe y, las creas o no, son de obligado cumplimiento.
¡Ja!... Yo digo ¡no! Y le digo a los líderes de esa iglesia facistoide que se permite insultar a España entera desde las calles de Madrid, que ha llegado el momento de que lloren ante la democracia como mujeres por lo que no supieron defender ante el franquismo como hombres. Que más les hubiera valido ser tropa entonces por Dios y por los hombres a dedicarse hoy a embestir pellejos de vino y molinos de viento. Su era pasó, llego el momento de que abandonen su cinismo y abran paso a los hombres buenos de razón donde ya fracasaron los malos hombres de Dios.

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