Imagen tomada de www.thewayfarer.info
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Gustavo se estaba volviendo avaricioso. Desde que descubrió que los gigantescos contenedores de basura del mercado, no venían a buscarlos hasta las nueve de la noche, se pasaba horas enteras revolviendo en aquel maremágnum orgánico. Pero terminábamos cenando de rechupete, sobre todo las vísperas de festivo cuando las paradas del mercado se desprendían de todo aquello que difícilmente llegaría, en buenas condiciones, al siguiente día laborable.
Aquel treinta y uno de diciembre, Gustavo iba a cometer un peligroso error… su último gran error.
Hacia las seis de la tarde, tan pronto se oscureció el cielo, Gustavo me dejó a cargo de su carrito y se marchó hacia el mercado. Recuerdo sus últimas palabras mientras me pasaba la botella de coñac:
--“Gsfj ahg me fjas djl”.
No hay duda de que el pedal no le dejaba ver la bicicleta. Pero lo que quería realmente decir es que esa noche tendríamos las doce uvas, o eso creo. Él ya sabía que del cava ya me encargaría yo, que siempre he tenido un don especial para el alcohol.
Me fui con los carritos de ambos bajo el puente del tren para coger sitio. Esa noche estaría muy concurrido, así que debía hacer mi hoguera lo antes posible. Tuve suerte de encontrar a Paco lenguas, un magrebí muy servicial al que ya había salvado varias veces de la poli. Paco me ayudó a ponerlo todo y, por un bocadillo de mortadela que guardaba en mi carrito, también aceptó vigilarlo. Paco ya no celebraba nada más allá de estar vivo, también había descubierto que la religión sólo sirve el que ya tiene el estómago lleno.
Así marché en busca de mi parte de la “compra” que, gracias a mi gorrito de Papá Noel, terminé pronto. Así que, a eso de las ocho, decidí pasar por el mercado.
Cuando llegué, estaba todo lleno de gente, policía, guardia urbana, bomberos, dos ambulancias y un camión de recogida de basura especial, los del mercado. En una de las ambulancias estaban atendiendo a uno de los basureros con una crisis de ansiedad.
--Ya estaba la prensa en marcha cuando lo oí gritar—repetía una y otra vez mientras balanceaba atrás y adelante su cuerpo sentado.
Un guardia urbano, unos metros más allá, le preguntaba a otro de los basureros por qué no habían mirado en el container antes de descargarlo en el camión.
--Hoy es Nochevieja, agente. Normalmente nos lo tomamos con calma y seguimos todos los procedimientos al pie de la letra. Pero somos personas y queremos comer las uvas con nuestra familia. Por eso entramos a trabajar una hora antes y aprovechando que los mercados también adelantan su hora de cierre, aceleramos todo lo posible.
Fue entonces cuando escuché la voz de Gustavo muy amortiguada y algo metálica. Oírla me tranquilizó hasta que interioricé lo que decía.
--¡Llamen a mi compadre Narciso!
Era alarmante porque se le había pasado la borrachera en menos de dos horas, él era el centro de atención y me había llamado por mi nombre cuando solía llamarme “Nachito” que, como saben, no quiere decir Narciso.
--Gustavo estoy aquí.
Un policía y un bombero me cogieron aparte y me llevaron al otro lado del camión para explicarme la situación. Al parecer, Gustavo, con la borrachera, se había quedado dormido dentro del contenedor y los basureros, a las siete menos cuarto, habían empezado a descargarlo en su camión. Justo después de la puesta en marcha de la prensa, Gustavo empezó a gritar, pero ya se había quedado atrapado por esta. Afortunadamente, el camión no estaba demasiado lleno y tenía espacio para respirar. Ahora los bomberos estaban a punto de hacer una puerta en la pared del camión con una lanza térmica, pero deben calcular bien cómo hacerlo para no dañar a Gustavo.
--¿Puedo hablar con él?
--Sí. Venga a la parte trasera del camión e intente tranquilizarlo.
Me extrañaba que, con lo que se había bebido, no estuviera suficiente calmado. De hecho su exceso de calma era lo que le había puesto en esa situación.
--¡Gustavo, soy yo!— Le grité.
--¡Nachete! –Gritó él con notable alborozo en la voz.
--¿Estás tranquilo?
--Estaría más tranquilo si no te hubieras quedado tú la botella de coñac.
--Me han dicho los bomberos que te van a sacar enseguida.
--Más les vale, porque esto está lleno de marisco y no va a aguantar mucho antes de que se estropee.
--Pues ve hincándole el diente ahora que puedes porque lo mismo no nos lo dejan llevar.
--“Ajshfgs”
--¿Qué dices?
--¡Que me cago en diez!
Hubo una carcajada general en todo el gentío que nos estaba escuchando. Cuando miré hacia el público me di cuenta de que varios focos y cámaras de diferentes emisoras de televisión, nos enfocaban, bueno al camión y a mí, porque Gustavo seguía dentro.
--Ya sabemos por dónde atacar.
Mientras decía esto el jefe de bomberos, un policía me alejaba unos metros del camión. Otro bombero hablaba con Gustavo y ya estaban perforando la chapa con la espectacular lanza térmica. Las cámaras se centraron en la acción.
Aunque la acción empezó con gran velocidad, tardaron más de media hora en hacer la puerta en la chapa. En ese tiempo vi a los desolados basureros lamentándose de cómo se había hecho trizas su Nochevieja.
Sobre las nueve y media, ya enfriada con agua la chapa, pudieron acceder los médicos al interior. Por el momento no me dejaron acceder a mí y durante veinte minutos sólo ellos entraban y salían. Finalmente uno de los sanitarios se dirigió a mí acompañado de un agente.
--Su amigo no está bien.
--¿Y qué esperan para llevárselo al hospital?
--Su amigo se muere…
--No veo la camilla ¿Qué esperan? –Me estaba desesperando.
--No podemos sacarlo. La prensa lo ha partido, interiormente, por la mitad. Si retiramos la prensa su presión arterial caerá de golpe y morirá.
--Tienen que intentarlo. Se muere.
--Sí. En esta situación le queda poco más de una hora de vida, pero solo podemos darle morfina para que no le duela.
El mundo se estaba desmoronando a mí alrededor. Gustavo era mi único nexo con la cordura y me estaban diciendo que se moría.
--No nos deja ponerle la morfina. Dice que quiere estar consciente lo que le queda de vida y quiere hablar con usted.
Me llevaron con Gustavo. Se notaba que habían adecentado aquel entorno y habían puesto focos. Bien mirado parecía un pesebre, pero en lugar de las figuras habituales había polis, bomberos, enfermeros y los dos chalados que éramos Gustavo y yo… y fuera los tres basureros.
--¡Me muero! – Me dijo Gustavo con una voz demasiado entera para su situación.
--Quieren ponerte morfina para mitigar tu dolor.
--¿Y pasar inconsciente mis últimas horas? ¡No, gracias!
--No creen que vivas tanto.
--¿Qué hora es?
Ante esta pregunta miré a uno de los agentes que, con una sonrisa tierna, nos dijo que eran las once menos cuarto.
--Bueno, con hora y media tengo suficiente.
--¿Suficiente?
--Es Nochevieja… ¿Tienes el cava?
--¿Quieres celebrar la Nochevieja?
--No tengo nada mejor que hacer.
Alguien debía haber pasado nuestra conversación al exterior, porque dentro de aquella caja empezaron a entrar bolsas con uvas, copas de plástico y botellas de cava.
--¡Narciso!
Me había separado unos metros de Gustavo, pero al llamarme por mi nombre acudí a su lado rápidamente.
--Narciso, me estoy mareando, pero tengo que aguantar hasta el fin del año, puedes pedirle a los médicos que me ayuden.
No hubo falta decir nada. Antes de que me diera cuenta le estaban inyectando algo y poniéndole un tubo de oxígeno en la nariz.
--No se preocupen, no es morfina –dijo el sanitario.
--¡Gracias! –Le agradecimos Gustavo y yo al unísono.
En aquellos minutos me conto su vida como tantas veces había hecho. Nada relevante. La miseria de siempre de una persona que realmente no ha conocido otra vida. Pero conforme se acercaban las doce de la noche, un rumor que iba aumentando poco a poco nos llegaba del exterior. Alguien, no recuerdo quién, nos pasó unas copas llenas de burbujeante cava y una papelina con las doce uvas. Por una megafonía exterior sonaron los cuartos y pronto empezaron las campanadas. Gustavo me miraba con ojos llorosos y una sonrisa en la cara mientras yo trataba de seguir las campanadas con los granos de uva.
--¡Feliz Año Nuevo!
Gustavo, que no había probado el fruto de la vid, pudo decirlo mucho antes que yo que peleaba con el relleno de mi boca.
--¡Feliz Año Nuevo! – Dije yo a la par que se oía por doquier.
Bebimos y ahora, aunque un solo sorbo, Gustavo si tomó del fruto de la vid.
--¡Gracias, Narciso!
--¿Qué dices?
--El pasado fue el mejor año de mi vida. Nunca nadie había sido capaz de aguantarme hasta que llegaste tú. Has sido el mejor amigo… el único amigo que he tenido jamás. Ni mis padres, que me expulsaron de casa cuando tenía dieciséis años, hicieron por mí lo que tú has hecho. Por eso no quería morir hasta escuchar las doce campanadas. No podía morir el mejor año de mi vida. No podía dejar que la muerte me robara mi único año de felicidad. Ahora puedo morir porque ya he vencido a la muerte.
Hasta aquel momento había podido aguantar mis sentimientos, pero en aquel momento me desmoroné y, con la garganta bloqueada por la emoción, me puse a llorar.
Gustavo llamó a dos de los policías para que fueran testigos de su último testamento. Me legó todas sus posesiones que, sólo dos días después, descubrí que valían más de un millón de euros.
--Nachito, tú vales mucho. No te dejes morir en esta mierda. Sal a luchar como un hombre. Pelea y, sobre todo, haz feliz a alguien, sólo así serás feliz.
Su estado se deterioró rápidamente, pero antes de morir me miró y me dijo, otra vez:
--¡Feliz Año Nuevo!